1.- Rodar por una corredoira gallega equivale a no poder despegar la nariz del manillar. Las piedras, las boñigas y los charcos no dan tregua. Pero hay que pararse un momento y dejarse sedar por la penumbra boscosa que nos escolta. Es el mejor remedio contra el estrés y, sin duda, son unos de los tramos más cautivadores del Camino.
2.- A la salida de Santibáñez de Valdeiglesias, una pista entre viñas sube y nos deja delante de unas curiosas figuras un tanto naif. Son alegorías relativas al Camino, pero afortunadamente sin la solemnidad de otras, incluso hacen sonreír. Dan fe de lo polifacético que el Camino puede llegar a ser.
3.- Si nos olvidamos del Whatsapp por un momento, en un albergue o en la barra de un bar no es difícil encontrarnos con algún peregrino con ‘solera’. Unos pueden haber recorrido el Camino hasta 50 veces como Marcelino, otros llevan más de 2.000 km en sus pies como Ollei que viene de Noruega. Un buen momento para compartir experiencias.
4.- Por su misteriosa belleza, hay cementerios en los que uno se quedaría. Es el caso del cementerio Corzón con sus pináculos de filigrana formando un conjunto casi fantasmagórico, sobre todo en días de niebla. Sin embargo, la iglesia anexa llama la atención por su sencillez. Suele ocurrir en Galicia.
5.- Todos los días seguimos las señales que nos indican el buen camino. Algunas ‘chirrían’ pero la mayoría sirve. Las hay de muchos tipos, flechas, azulejos con vieras, mojones kilométricos, carteles y montículos de piedras. ¿Cómo no sucumbir a la tentación de agregar una piedrecilla más?